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martes, diciembre 14, 2010

Cocktale

Las cosas sólo son imposibles hasta que dejan de serlo.
Jean-Luc Picard


Lo único que se repite es la tendencia inerte al cambio. Cada dos meses nuestros caminos toman rumbos cada vez más divergentes, se crean conexiones y se obstruyen atajos. Cuando la fuerza de voluntad no funciona ni embutido en mi túnica jedi tibetana, sólo queda mandar el pasado a la mierda y desdibujar el presente sirviendo ingentes cantidades de cerveza a un pueblo que tiene serios problemas con el disfrute del alcohol. Después de tres años de autocomplacencia mi cuerpo ha vuelto a su mínima versión, los huesos de la cadera vuelven a asomar y el costillar alcanza un estado óptimo para ser tatuado con grandes dosis de dolor. Ya no quedan sueños que atrapar cuando uno decide crear la realidad a su antojo, y el único Plan B que pienso en aplicar es el que cada día me canta aquello de She said...

Desde hace tiempo me gustaría sentar la cabeza, cosa harto complicada cuando eres un culo inquieto sin posibilidades de ser seguido, te has cansado de la loca con problemas de ceguera emocional y de la inmadura con problemas de comunicación, la judía más sexy se pone un vestido demencial y tienes que ir a acompañar el llanto de un buen amigo treintañero que se ahoga en problemas que tendrían que haber dejado de serlo hace quince años. Pero aunque no lo parezca, esta ciudad me reconforta interiormente más que 20 liras quemadas en mi chillum minimalista. El cambio superficial es más maravilloso cuanto más refleja las mismas estúpidas miserias humanas de siempre.

No se si lo había comentado ya, pero he dejado la cerveza, y hasta que en algún lugar del mundo encuentre un filete de ternera a la plancha, con sus surcos dorados, también la carne. Pero he descubierto el Rush, una obra maestra de la coctelería made in Göker Canko -mi compañero en la terraza de DelMundo- a base de vodka y kiwi. Y a falta de hielo, hace dos días improvisé mi primer espresso con nieve, que en estos últimos días no deja de caer sobre tierras turcas. Echo de menos mis peleas dialécticas con Iria, pero aún más a ella, la única aparte de Steven D. Levitt que entiende algo de incentivos humanos, o cómo todos somos unos hijosputa en una búsqueda exclusiva de autorealización y beneficio personal. Y da lo mismo que seas un amoral banquero capitalista, un funcionario de la administración americana al que se le ha visto el plumero en los cables destapados por Assange o un voluntario en un campo de refugiados de Somalia/slum de la India/campamento gitano en Rumanía/pueblo destrozado de Afganistán. Aunque estos últimos piensen que son mejores personas que los primeros, y lo que es peor, encuentren razones para apoyar esa idea.

Soy feliz a mi manera; pero equilibristas, magos, payasos, domadores y visionarios de mi Circo favorito, me alegraría el año entero poder compartir vía webcam y desde la distancia una hora o dos con vosotros en la fiesta del próximo 31 de diciembre. Trabajad en ello, no me seáis vagos. También a vosotros se os echa de menos. Y aunque todo tenga que ver, como he dicho en el párrafo anterior, con la alegría egoista, se os quiere.

Y gracias a las ideas estrambóticas del pequeño Semih, nuestra historia de la palabra cocktail ha alcanzado la categoría virtuosa del cuasi-monólogo de Steve Buscemi en Reservoir Dogs sobre el Like a prayer de Madonna. Pero no os la voy a contar, nadie se hizo rico regalando oro.

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